domingo, 1 de febrero de 2015

N18

Ellos pasan por el Puente de los Franceses
igual que por Atocha,
van al manzanares,
patinan, ríen, cantan, fuman,
vuelven a su hogar
transeúntes, subterráneos,
tal vez en la línea verde o la marrón.

Yo paso por Cuatro Vientos
y sólo veo el frente,
el Puente de los Franceses,
mamita mía y los milicianos.
Tal vez yo también vuelva a mi hogar,
si lo tuviera,
 antes de que el metro abra
y bajaré hasta Cibeles
para coger el N18 hasta Casa de Campo.

Ellos no lo saben,
en la Casa de Campo, mamita mía,
montamos un muro.

Yo miro al Manzanares
con ojos de Vicente Rojo
y al metro como
refugio antiaéreo.

No veo al Ateneo como una reliquia,
aún no he enterrado a mis muertos,
cuando paso por ventas
siempre me acuerdo de Victoria Kent.

Y así siempre en las travesías,
voy a Valencia y veo las colas zarpando al exilio
y los cuadros del Prado.
Muchas veces he estado en Plaza Cataluña
y nunca pienso en el Hard Rock Café
ni en las floristerías
sino en la Telefónica
y en García Oliver.

Ellos no lo saben, mamita mía,
bailan, juegan, hacen turismo
los hijos del siglo XXI
sobre la última capa de tierra
del castillo de Montjuic,
velan a sus muertos
en el Cementerio del Este,
que ahora es mucho más grande que entonces,
y pasean por las calles céntricas
mientras yo me disuelvo en ellas
y me vuelvo invisible
como Federico Sánchez.

Cuando me ves ahí,
entre ellos,
disfrutando el atardecer, aparentemente,
con la mirada perdida entre el Manzanares
y mis papeles, no estoy pintando un cuadro,
estoy trazando planos y vendettas,
apurando los últimos minutos como Miaja,
cubriendo puntos débiles y anotando bajas.

Ellos no lo saben: cuarenta años de paz
no son nada,
pero hay quien tiene memoria de elefante.

Yo lo intuyo,
las tragedias se repiten,
las tragedias se repiten como tragedias,
por eso, cada vez que paso
por el Puente de los Franceses

me pongo triste.